Estos días, los medios de comunicación de nuestro país se llenan de titulares donde, sin ningún pudor ni criterio, se utiliza la palabra “fontanero” de forma despectiva. Lo hacen en referencia a escándalos políticos o tramas delictivas vinculadas a personas cercanas al poder, que no representan ni de lejos a nuestro noble oficio. Se usa el término como si fuera sinónimo de oscurantismo o juego sucio, y eso, sinceramente, no lo podemos permitir.
No. Fontanero no es un insulto. Es una profesión técnica, antigua, honesta, esencial y digna. Y si alguien no lo sabe, que estudie. Que se informe. Que se lave la boca antes de volver a utilizar nuestro nombre con desprecio.

Lo digo con conocimiento de causa y desde el orgullo más profundo. Mi abuelo fue fontanero. Mi padre también. Y yo mismo trabajé como fontanero desde los 14 hasta los 29 años, hasta que decidí seguir formándome en la universidad, en Geografía e Historia. Y precisamente por conocer ambas realidades, puedo decirlo más alto, pero no más claro: las profesiones técnicas requieren preparación, acreditación, esfuerzo físico y mental. No es apretar un par de tuercas. Es saber cómo funciona el agua, la presión, los materiales, las normativas. Es garantizar salud, higiene, bienestar, sostenibilidad y seguridad.
Poca broma con eso. Porque para ejercer legalmente como fontanero, ya sea por cuenta propia o ajena, hay que formarse, superar módulos teórico-prácticos, y acreditar la competencia ante la administración. Sí, el Gobierno acredita quién puede y quién no puede ejercer. Porque hablamos de un servicio esencial para la vida moderna, como lo es también la electricidad, el frío industrial o las energías renovables.
¿Y saben qué? No es nada nuevo. Los romanos ya lo sabían hace más de dos mil años. Ellos inventaron el oficio del “plumbarius” o “plomero”, encargado de gestionar el agua en sus ciudades mediante tuberías de plomo (de ahí viene el nombre). Sin fontaneros no hay civilización. Así de sencillo.
Por eso duele y molesta que ciertos medios y tertulianos —muchos de ellos sin oficio ni beneficio— usen alegremente la palabra “fontanero” para referirse a personas que no tienen nada que ver con nuestra profesión. Si alguien delinque, que se le juzgue por sus actos, no por el oficio con el que intenta camuflarse. No manchen lo que generaciones de profesionales han construido con sus manos, su esfuerzo y su conocimiento.
Desde aquí quiero rendir homenaje a todos los compañeros del gremio. A los fabricantes, a los que investigan nuevos materiales, a los que tratan y distribuyen el agua, a los almacenes de material, a los docentes que enseñan a las nuevas generaciones, y, por supuesto, a mis colegas de profesión, los fontaneros de a pie.
Va por todos vosotros. ¡Basta ya de injurias! Porque si el grifo funciona, si el inodoro traga, si el agua caliente llega cuando toca, es gracias a un oficio del que sentirse orgulloso.
¡Vivan los oficios!
¡Y que nadie se atreva a menospreciarlos!